lunes, 14 de octubre de 2019

El otro lado del plato

El otro lado del plato

En mi casa vivíamos solo tres personas, mamá, mi hermana y yo. Mamá tenía un horario complicado, trabajaba durante todo el sábado para acomodar sus descansos. Como era la persona más ordenada del mundo, los días sábados  ella cocinaba a las 5 am y nos dejaba el almuerzo solo para que lo recalentemos en la tarde. Claro, para que pudiéramos atendernos sin sufrir un accidente, porque éramos bastante chicos y torpes. Los días viernes yo tenía problemas para dormir.

Recuerdo que entraba en cavilaciones profundas sobre lo que podría suceder con mi hermana y conmigo, si de pronto un sábado mamá no regresaba a casa. No había ninguna buena razón para reflexionar al respecto, pero yo no era precisamente un niño de buenas razones.
Mi habitación estaba al fondo de la casa, pero el corredor que conducía a mi puerta tenía muy buena acústica y podía oír todo, incluso la toz de mi hermana al otro lado del piso. Ayer fue viernes y dormí desde las 22. Más tarde me levanté al baño para orinar. Cada vez que salía de mi cuarto a esas horas dejaba la puerta semi abierta, para no tener que detenerme ni medio segundo de espaldas al corredor. Yo no solía mirar el reloj que colgaba de mi pared, porque tenía aspecto lúgubre y de noche las agujas parecían apuntar contra mí. Pero en mi cabeza estaba seguro de que eran las 3 am. Luego de orinar, salí del baño y cerré la puerta, pero regresé porque había olvidado apagar el foco luz. Cuando di la vuelta, sentí cómo mi espalda soportaba un peso inmenso que venía del corredor que llevaba a mi habitación. Parecía que algo me empujaba al frente, donde 6 o 7 pasos más adelante estaba la habitación de mi mamá, frente al comedor. Pensé que era una tontería y, sin más, decidí cerrar la puerta del baño con la mano izquierda, apagando el bombillo con la derecha, cruzándola como portero.
Quería evitar ver el panorama del comedor, porque había una silla que sobresalía, debido a que no encajaba bien. Y esa silla siempre parecía estar a la espera de algún visitante no invitado. Incluso los treinta grados de inclinación que tenía una de sus esquinas eran tenebrosos. Una silla fuera de contexto, porque éramos tres y ella era la cuarta. Una silla sobre la cual yo nunca me sentaba.
Volteé con fuerza y avancé por el corredor, me tumbé otra vez en la cama y ya no podía conciliar el sueño. Sentía que debía ir a hablar con mi hermana sobre algún problema existencial. Como éramos mellizos, creí que quizás compartíamos las dudas sobre el significado de la vida. Y si no os compartía, quizás su rostro somnoliento me contagiaría las ganas de pegar los párpados.
 A pesar de que me presionó la inseguridad por lo que experimenté cerrando la puerta del baño, dejé  la cama nuevamente. Una vez más, el pasadizo empujaba. Atravesé el camino y, una vez en el comedor, divisé la puerta junto a la habitación de mamá. Si la tocaba, no contestaría, tenía que abrirla sin permiso. Cuando llegué a su habitación, estaba vacía y  vi una ventana abierta. Me acerqué a cerrarla, pero por alguna razón que desconozco saqué la cabeza y de pronto veía la sala de estar, donde un tipo me miraba. Quise regresar y cerrarla de una vez para buscar a mi hermana, pero no pude.
El tipo aparentaba más de cuarenta, llevaba harapos que parecían provenir de un traje que alguna vez fue muy elegante. El tiempo, sin ayuda de nadie, es capaz de convertir las cosas en remedos de ellas mismas, cuando permanecen quietas. Yo quería moverme, pero la quietud del tipo ejercía un efecto reflejo. Estaba paralizado. Me perdí enfrentando su mirada y él entró en la mía. Lo percibí con suma naturalidad, aunque recuerdo una leve relajación en el abdomen. Al cabo de unos segundos me vi en un patio de no sé dónde, ambientado en una época de no sé cuándo, a las 5 pm aproximadamente. Era inmenso y abierto. A pesar de su inmensidad, no tenía horizonte. No había cielo, solo el patio y cientos de cordeles de ropa lavada que se extendían a lo ancho, ordenados uno detrás de otro.
Caminé confundido de izquierda a derecha y no alcancé a ver más que solo patio y cordeles. Intenté mirar hacia adelante, pero la imagen era la misma. Confundido por no poder ubicar al sol o el cielo, intenté levantar la mirada, pero el arriba no existía. Empecé a preguntarme dónde estaba y al no obtener respuesta, reclamé desesperadamente y en voz alta al tipo. Pero no parecía que mis gritos pudieran escucharse en algún lugar. Tenía la sensación de que, así como el arriba, el afuera tampoco existía.
De pronto divisé una puerta en medio de la fila de cordeles, decidí caminar hacia ella. Sin embargo, algo parecía estar fallando. Mientras más caminaba, más se alejaban de mí los cordeles que me separaban de esa puerta. Cuando estaba a punto de darme por vencido, una ventisca sopló desde el este. Pero referirme a los puntos cardinales en ese escenario era ridículo, tanto como hablar de colores en medio de la ceguera.  Mi cabeza giró hacia donde sentí que el viento iba, como si supiera que algo debía haber hacia allá. Una vez más, solo ropa lavada, cordeles y patio.
Exhausto, me tumbé al suelo verde y, una vez repuestas las energías, intenté pensar sin levantarme, total, el arriba no era más que el frente y el atrás, la derecha y la izquierda. Era como un pasadizo gigante, seguramente así se siente un planeta flotando en la vasta oscuridad del universo.
Como no se me ocurrió nada y empecé a sentir frío, decidí caminar en la dirección contraria, con la esperanza de regresar y, mágicamente, encontrar una salida. Ya que la puerta era infinitamente lejana, a pesar de estar a unos cuarenta metros. Al regresar, en el primer cordel vi mi cabeza colgada de las orejas, sin rastros de haber sido cercenada. Parecía como si la hubiesen quitado de un muñeco desarmable. Extrañamente, mi cuerpo empezó a parecerme más liviano, sabía que mi cabeza no estaba sobre él. Pero, ¿cómo era posible que la viera colgando, si no tenía mis ojos puestos? Estábamos mi cabeza, un infinito patio y yo, atrapados en un callejón sin horizonte. La misma ventisca sopló, esta vez en dirección contraria, como un niño que regresa de hacer un mandado. El soplido fue tan fuerte, que mi cabeza se descolgó de la oreja derecha y, frente a mí, algo empezó a caer por el orificio del oído. Primero fue un líquido azul, luego letras en desorden, Al caer todas, una frase se formó en el suelo. Decía: la muerte es el comedor al final del corredor y la vida es un eterno pesar.  
Me levanté de golpe. Eran las 3 am y yo tenía 18 años. No tengo hermana ni madre, soy huérfano. Por lo menos puedo quitarme el cartón que me cubre por las noches y mirar arriba, sabiendo que hay cielo. Aunque sea desolador, tengo horizonte. Ojalá tuviera madre y hermana, no importa si es solo durante un día, hasta las 3 am. No importa si después de cenar en un comedor tengo que quedar atrapado en un corredor sin horizonte.
Mi infancia y mi sueño se habían confundido en una pesadilla.

domingo, 13 de enero de 2019

PÚRPURA COLOR SOL


                                               PÚRPURA COLOR SOL
Quien me hubiera visto hacer el amor con esa hermosa mujer, creería que soy cualquier otra persona, menos el ecuánime Víctor. Porque al conocerla, había dejado de morir y salté a la vida. Pero nos han separado para siempre y yo he ido muriendo, desde que nuestro amor no me alimenta. Para disimular mi desenfreno sexual, la naturaleza me ha dotado de un rostro sin expresión. Y estoy seguro de que no es el efecto del café, que a muchos sirve de afrodisíaco. Me lo he cuestionado seriamente y no hallo más que una conclusión más o menos sensata y comprobable: el púrpura del sol. Aunque le falta cuerpo a esas nubes, el color pardo de su horizonte es cautivador. Se parece a un café escuálido, desteñido, insípido.  Y el sol… ese nítido púrpura incandescente. Definitivamente, la creación es divina. ¿Qué haría yo sin el oeste para ver al sol reposar? Qué bueno que el mundo es redondo y no triangular.
El caso es que la perfección del sol me excita. La perfección eleva el placer. Imaginar a las nubes copulando me excita también. Creo que el púrpura es el color del amor. Pienso frecuentemente en la escena de dos nubes haciendo el amor sobre todos, bajo la nada,  recostadas en el horizonte, al lado del sol. Un lecho naranja y púrpura para hacer el amor.
Y es posible comprobar el efecto de ese color en mi apetito sexual. Recuerdo muy bien la primera vez que descubrí esa sensación, fue el día que conocí a mi mujer y tuvimos sexo. Nuestra relación empezó así, somos de pocas palabras y preferimos entregarnos a la carne, que es la única que no miente. 
Yo tenía un problema: Luisa, mi nana, no me da permiso para salir a jugar, nunca lo ha hecho. Y hasta hoy sigue atormentándome con ese jugo que prepara una vez al día para mí. Pobre Luisa, cree que esa porquería grumosa e insípida tiene propiedades curativas. ¿Quién se cura durmiendo diez horas con un sorbo de nosequé?  
Aunque me gustaría que todos supieran lo horrible que es soportar a esa mujercilla la mitad del día, no quiero perder de vista la anécdota más hermosa de mi vida. Una tarde, mientras Luisa preparaba ese mejunje, se me ocurrió una gran idea para evadir su asedio. Como su habitación estaba frente a la mía, y considerando la poca privacidad que me otorgan esas mamparas antiestéticas que rodean mi cuarto, no podía escaparme mientras ella estuviera de pie. Las veces que ingresaba a darme ese jugo, ella bebía algún líquido parecido en otro vaso, como para invitarme a mí a tomar el que me correspondía y beber esa pócima somnífera. Descubrí que ella, para no confundirse, había marcado su vaso en la base. Era una pequeña L. Lo importante es que me las arreglé para matar a Luisa y escapar de esa habitación, para descubrir qué había afuera de mi mundo. Aunque seguramente esa plaga está viva, porque hierba mala nunca muere. Además, no tiene hijos que lloren por ella. Cuando alguien no tiene quien le llore, se muere tarde y a solas, decía Luisa. Si regreso algún día y la encuentro viva, la mataré de un golpe en la crisma.
Al huir de ese claustro, fui iluminado por primera vez con la luz de ese púrpura intenso, redondo como las pelotas de metal que Luisa tiene de adorno en sus cabellos; en medio del naranja tenue, salpicado de flacas nubes. Oh, ¡qué placentero! Grande fue mi sorpresa, cuando vi unas criaturas peludas, de más o menos cincuenta centímetros de alto, todas muy parecidas a gloria, la amiga de Luisa. Ella dice que gloria es un perro y que no habla, pero yo siempre he comprendido lo que dice. Que hable en un idioma desconocido para la mayoría no la convierte en un ser sin comunicación; simplemente hace de Luisa y todos los demás unos incapaces. A diferencia de Luisa, gloria me cae muy bien, ya que nunca anda sermoneándome por comer los restos de mi moco o examinar las heces con palillos para pasta. Luisa no entiende que soy un científico en potencia. 
 El mundo exterior es maravilloso. Y descubrí que soy extraordinariamente sociable. Esa tarde les conté a todos mis nuevos amigos sobre gloria, se veían muy emocionados por la idea de conocerla algún día. Aunque todos parecían muy amigables, uno me persiguió enojado, creo que porque no lo saludé. Felizmente fui más astuto y escapé corriendo. Luego de la persecución, llegué al paraíso de Alcan. Había un gran arco, con un letrero encima que no me preocupé en leer. Después de todo, leer es todo lo que hacía en mi habitación. Ese día solo quería experimentar. Estaba maravillado por la arquitectura del lugar. Había miles de mesas y adornos, alineados en filas y columnas, todas de tamaños y diseños parecidos; parecía un mosaico, como esa pintura de arte barroco que Luisa tiene en su habitación.
Mientras caminaba asombrado-porque leí en una revista que con asombro se aprende mejor- descubrí que no eran adornos ni mesas. Eran camas donde las personas esperaban a sus amigos y familiares. Como el centro de reposo que está en la segunda planta del edificio donde vivo, pero con mejor estética y mucha más privacidad. Y sin Luisas, claro. ¿Cómo lo supe? Fácil: el amor de mi vida estaba esperándome. Era la única cama que no tenía cubierta de concreto. Miré al cielo y observé al sol moverse lentamente, se me entumeció algo entre las piernas. Luego bajé la mirada. Al verla, experimenté algo nuevo. Tenía los pechos descubiertos y al apreciar sus pezones me excité mucho; tanto, que mi pantalón podría haber reventado en ese momento.
 El entumecimiento era como el proceso de recarga de una munición de estallido al contacto. Normalmente le veo los pechos a Luisa, pero no me siento excitado. Con mi mujer es diferente, todo gracias al color del sol, que oscurece el tono de sus pezones y acentúa el redondo de sus senos. Me acerqué a ella poniéndome en cuclillas y le acaricié suavemente, recordé que Luisa siempre hablaba sobre la delicadeza que hay que tener con las mujeres. Supe que esa mujer era mía, además, porque no se opuso. Solo me miraba fijamente. Y yo podía reconocer el placer estallando en su interior, por la mueca de sus labios y el calor de su cuerpo. Durante el recorrido lento de norte a sur, entre sus pechos y su vientre, empecé a arder desde adentro y se aceleró mi respiración. Sentía cómo la sangre llegaba a mis sienes y, luego de golpear las paredes de mi cerebro, descendía para empozarse en mi entrepierna. Nuevamente, me invadió el deseo de mirar al sol, como para buscar una respuesta en su recorrido hacia el frente occidental del cielo que peina este paraíso.  Al elevar la vista, mis pupilas y el sol se cruzaron con tal precisión, que seguramente mi cerebro hizo corto circuito.
Entré en una faceta que hasta entonces no había conocido. Ah... Y ese aroma que desprendía… Como el de las heces que examino, pero con un toque de tabaco chino, como el que fuma Herminio, un amigo del edificio.  Con toda esa lascivia al tope, sentía espasmos ligeros en mi abdomen y notaba cómo mis piernas se tensaban cada vez que tocaba más íntimamente a mi mujer. Cuando no pude contener más las ganas de entrar en ella, le pedí que me ayudase a penetrarla; después de todo, yo era primerizo y no sabía exactamente cómo hacer eso. Pero creo que es un tanto holgazana para llevarme el ritmo. Tiene suerte de que yo siempre traigo energías para eso. Y esa vez, yo la levanté, llevando sus tobillos a mis hombros y empecé a ejecutar movimientos pélvicos que ni siquiera yo sabía que podía realizar. El entumecimiento fue mayor y sentí un estallido, humedad, escozor, complacencia, relajamiento en el abdomen… Mi corazón empezó a latir con menor velocidad y dejé a mi mujer otra vez en su lecho. Como soy un caballero, le dije mi nombre. Ella parecía aún presa del placer, no hablaba y la mueca seguía ahí.
Mientras ella disfrutaba a su manera, fui por algo de beber. A unos doscientos metros de donde estábamos, encontré a un anciano sentado sobre una banqueta, con dos vasos con algún líquido caliente a su lado derecho. Después de olerlo, descubrí que era café, lo mismo que Luisa nunca me dejaba beber. Prohibirle a un hombre que beba café es como apresarlo y colocarle una cadena de diez kilos en el pene. Parecía esperar a alguien más. Me senté del lado izquierdo de la banqueta y le hablé. El señor estaba muy tenso, no se movía. Y parecía enfermo, traía un color pálido, casi gris. Le pedí uno de los vasos. No respondió. Tomé uno y me lo llevé a la boca, no se opuso. Asumí que estaba de acuerdo y bebí el café. Repito: ¡dejar a un hombre sin café es una crueldad! ¡Cuánta perfección en un solo vaso! Luego de darle un par de sorbos, lo llevé conmigo hasta el lecho de mi amada y lo bebí junto a ella, mientras ambos apreciábamos al sol ponerse. La primera puesta de sol y café tibio para tomar fue como una inyección de deseo sexual. Volvimos a hacer el amor, esta vez fue largo, las nubes aplaudían y gritaban por nuestro amor. Anocheció y empezaron a llorar sobre nosotros, por la emoción del amor a primer encuentro. Dormía yo sobre ella, cuando de repente a media noche sentí que alguien se acercaba a lo lejos. Por la fuerza de las pisadas, asumí que no se trataba de alguien amigable. Busqué con qué protegerla, no hallé nada cerca. Me quité el camisón blanco y lo tendí sobre su cama, encima coloqué un par de puñados de hierba que había en los linderos y me escondí detrás del cabezal de su cama, que era lo suficientemente alto como para que no me vieran, si me agachaba un poco.
Las nubes lloraban otra vez, pero con mayor intensidad y sin aplausos previos. Era un llanto de pena. Seguramente ellas presentían que alguien iba a destruir el amor que ellas apreciaron nacer esa tarde. El caminante llegó hasta donde estábamos, traía una linterna en la mano y la encendió sobre mi mujer, alcanzó a verla desnuda, ya que el camisón era delgado y la luz intensa. Imaginar a otro hombre apreciando su desnudez me desencajó, pero intenté guardar la calma y seguí agachado. Luego levantó el camisón y llamó a otros hombres, que vinieron corriendo y con más linternas. No soporté la idea de que tal vez abusarían de ella, así que salí inmediatamente y lo ataqué, le quité la linterna y se la partí de un golpe sobre la cabeza. EL hombre cayó y yo intenté levantar a mi mujer, para huir juntos de ese lugar y poder amarnos lejos del tiempo, bajo el todo y las nubes. La cargué sobre mis hombros y me eché a correr lo más rápido que pude. En esos instantes todo lo que pasaba por mi mente era correr hasta que el cielo fuera púrpura otra vez, las nubes aplaudieran y el cielo nos cubriera, para hacer el amor bajo todo, sobre nada, recostados en no sé dónde y besarnos hasta no sé cuándo.
Alcanzaba a escuchar las pisadas de los demás hombres. Como tengo un oído muy agudo, sabía que eran cuatro persecutores, por los intervalos entre las pisadas y las diferencias en la fuerza del sonido que provocaban. De pronto los hombres se detuvieron, yo seguí corriendo. Oí que algo reventó, despidiendo un sonido similar al que provoca  Luisa cuando matica chicle. Sentí cómo mi columna se calentaba rápidamente, de abajo arriba, hasta llegar a mi nuca y enfriarse de arriba abajo, hasta que el frío llegó a mis tobillos y no pude avanzar más. Caí al suelo y mi mujer también. Los hombres corrieron hacia nosotros y apuntaban con sus linternas. Uno de ellos, al que ataqué, estaba tocándola. Intenté levantarme, pero fue inútil. Después de forcejear desde adentro, pidiéndole a mi cerebro que hiciera corto circuito otra vez y me transmitiera fuerzas, entré en un sopor como el que me causaba ese mejunje grumoso. Nos habían separado, nuestro amor duró lo que tarda el cielo en esconder al sol.
-         - Acabamos de encontrar el cuerpo de Alicia López, la niña de catorce años que reportaron perdida hace tres semanas. Fue hallada en el cementerio de perros de Alcan, a las once y media de la noche, un hombre desnudo y de aparente esquizofrenia estaba con ella, atacó a uno de los guardias y se la llevó. Al revisar las fotografías que nos envió el director del manicomio, pudimos determinar que era el interno que se escapó. Afortunadamente, fue reducido y pudimos recuperar el cadáver de la niña, tiene señales de una muerte cruel y algunos indicios de violación, así como restos de líquido seminal.
-La voz del otro lado de la llamada rompió en llanto.
Desgraciados.